Raúl Rodrigo Venegas
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El Chacay, Agosto 2008.
Registro de Propiedad Intelectual 189.108
Departamento de Derechos Intelectuales - Santiago de Chile.
1.
En un lejano poblado, enclavado entre los cerros del frío sur, en las tierras húmedas cercanas al borde del mundo, una anciana mujer ha dedicado su vida a criar a su hijo minusválido. Su vida, un abanico de situaciones de amarga tristeza. Sus ambiciones, diluidas en sus sueños, sus pesares acrecentados por el aislamiento, terminaron por destruir la razón que guiara una vida de objetivos claros y concretos, aquellos que le destinaran un devenir próspero y calmo, como alguna vez soñó.
Hoy su cordura huyó junto con su amor; la violencia la hizo a golpes e irguió su columna con azotes de fraudes y engaños. Ya no le quedan recuerdos gratos en su deteriorada mente; dolida la anciana vivía lejos de todos, entre parajes de verde ancestral, por caminos que no firman huellas, entre lindes a barrancos y riberas que continuamente crecen para aislar su refugio, y que cambian cada cierto tiempo, según el temperamento del río y de los vientos.
Su choza estaba emplazada en los recodos del valle. Todo un día le tomaba llegar al poblado más cercano, a veces más. La anciana estaba definitivamente enferma, y no solo su salud física medraba, sino también su mente evidenciaba un deterioro catastrófico. Una vieja loca, como le llamaban quienes la conocían. Mas, en su torcida humanidad, argüía la razón que le motivara a abrir los ojos cada día: su hijo. Un mustio esperpento, un hombre joven con evidentes deterioros físicos producto de una invalidez sin tratamiento médico, con no más de treinta años, que naciera con dificultades a los siete meses; nunca llegó a tener el peso adecuado cuando pequeño y menos lo alcanzaría de adulto. Pero sobrevivió, incluso al abandono premeditado durante casi un año, botado a su suerte en un pantano, donde el valle deposita las aguas de las cumbres que a su sombra hoy, él se cobija.
El joven, lucía su pierna más corta con paños que le cubrían del frío. Sus manos atrofiadas por algún desconocido mal, que hoy entendemos cómo la triquina le consumió la carne, difícilmente podía asir herramientas y comida; su desarrollo intelectual evidenciaba el descuido de la formación que todo ser pensante merece. Su emotividad había sido devastada de cariños y afectos. La proximidad de otros símiles a su especie le era prácticamente desconocida. Los recuerdos de infancia le acarreaban tal dolor, que ya ni siquiera existían en sus sueños. A su madre solo la relacionaba con el alimento que a diario recibía de sus manos. Pocas cosas hacían vibrar su corazón. Quizás el aire de primavera, o los cantos de ciertos pájaros que avizoraban la calidez del sol. Pero solo eran pequeños chispazos de alegría, pues sabía muy bien que era un signo pasajero y que no durarían mucho. El dolor que cobijaba en su interior, superaba cualquier indicio de prosperidad, pues su vida poco podría cambiar, eso era seguro. La desgracia se reía a lo lejos, y él la oía.
En las decadentes sienes de la madre se hallaba el verdadero infortunio de su realidad. El amado hijo de la anciana, vivía unido a un robusto encino, un añoso árbol que fuera testigo de bastas generaciones de su familia y de otras anteriores. La vieja le mantenía encadenado hacía muchos años y en condiciones de vida inferiores a las que un cerdo mereciera. Una pesada cadena le permitía moverse por un pequeño radio que le permitía alcanzar la vertiente que escurría a los pies de un pequeño canelo; también el trecho le entregaba suficiente holgura para llegar a los frutos caídos de un manzano, que continuamente disputaba con los chivos más atrevidos; otra distancia que lograba era la del chiquero, donde dormía junto a otras bestias. Un lecho donde se cubría del viento de otoño, de las lluvias de invierno y de las nieves indiferentes a la estación en que el hombre se creía amparado.
Literalmente esclavizado, por su propia madre y en plena época moderna. Si esto se supiera en el poblado, seguramente ambos cambiarían su suerte.
2.
Era otoño. Él bien lo sabía, y no por la lluvia intermitente con aromas de peumo, sino por el color de los frutos del manzano que marchitaban sus brotes al atardecer. Guarecido en el rancho, filtraba sus visiones a través de las rendijas de las paredes, hechas de tapas de pino que aun lloraban la sabia de la muda piel del árbol. Los pequeños charcos de lodo al interior de su guarida, no espantaban a las bestias hacinadas en el otro extremo menos provisto de paja. La fría cadena hería las llagas que hacía años olvidaran cicatrizar; ese dolor le recordaba cada día el motivo de su encierro: la decisión de huir hacia el bosque en rumbo a la cuna del sol. Hoy, sus lágrimas brotaban producto de un motivo más terrenal e instintivo, llevaba tres días sin comer, y su madre aun no regresaba del viaje al poblado. Esto no era de buen augurio. El agua que bebía solo aplacaba las heridas de su estómago vacío, para luego incendiar la braza acechante en lo más profundo de sus vísceras. El hambre lo hacía llorar, el desamparo le regocijaba, el dolor le recordaba que estaba vivo, vivo como el cerdo que se rascaba contra de una de las vigas del rancho a medio caer.
La tarde ya oscurecía, y pocas horas le quedaban a su madre para volver a casa. Si no fuera así, tendría que guardar sus esperanzas de alimento para la mañana siguiente.
Los últimos pájaros regresaban por sobre la neblina, podía oír los surcos que dejaban en el aire y oler los aromas que sus grasosas plumas traían desde lejos. Algunos disparos de escopeta dejaban el eco de los cazadores libres por el valle, ahuyentando a los animales más sagaces, derribando a los menos cautos. De pronto, su respiración se hizo más intensa. Un ladrido perdido llegó hasta sus sensibles oídos, era el aviso inequívoco que alguien bajaba por el monte, desde luego en dirección de su hogar. ¿Quién más podría ser sino su anciana y querida madre? En algo menos de dos horas podría dilucidar la angustia atrapada en su torpe expresión, donde la risa y el llanto fueran una sola máscara erosionada por la inmunda vida que el destino le encomendara.
En momentos como este, cuando debía estimar el paso del tiempo, basaba sus referencias en la cadencia del sol tras el cerro que abrazaba el patio y la huerta al fondo de su choza. Sin embargo según la estación del año, sus esperas variaban el trecho de su paciencia. Y esta vez su capacidad se vio distorsionada por la mengua de las nubes y el ángulo del sol agazapado tras las moles vaporíferas. Nuevamente el perro desconocido ladró tres veces. El eso le desanimó y decayeron sus esperanzas de alivio al doloroso espanto de no lograr amainar el fuego interno del hambre. Ansiaba comer esos despojos que su madre le guardara en alguna de las tiznadas marmitas perfumadas de agrio aroma de comida rancia y malsana.
Acurrucado y hecho un pequeño ovillo, en un rincón no tan húmedo del chiquero, mordía instintivo algunas de las ramitas más verdes de la paja, que le sirvieran de manta y colchón.
El sonido del portón arrastrándose por sobre el barro le hizo incorporarse en el acto. Su salto asustó a los animales con los cuales compartía lecho y aposentos, llegó a la entrada de la rancha para dilucidar lo que añorara hacía algunas horas, la anciana cerraba el cerco tras de sí, mientras el Cholo, el fiel perro que tendría varios años menos que el joven esclavo, moviendo la cola, le recibía colmado de alegría. El joven lleno de una sensación de alivio y envidia, se sostenía en el pilar observando calmado y quieto, solo su respiración delataba su estado. La anciana avanzó con paso débil cargando las pilgüas que arrastraba desde el pueblo con las provisiones que su exigua huerta no era capaz de producir. Miró a su hijo mientras lanzaba algunas patadas inofensivas al perro sobre estimulado, que de seguro también guardaba un hambre de días. Llegó hasta la puerta de su casa, algunos metros distantes del chiquero, y lanzó una voz hacia los ojos tristes y vacuos del hombre.
- Aguante un poquito Lalito, ya le lle´o su comiita. ¡Y vo Cholo retamboreáo, ándate a mosqueal pa´juera!
Entró la señora en casa, otra choza algo más ajada que la de su hijo, tomó la marmita a la cual realizó una somera inspección visual, olisqueó el contenido que vació en un tiesto de oscura madera. Con dificultades lo tomo con ambas manos, salió empujando la puerta con la espalda. Su cansado cuerpo trastabillaba a cada paso, evidenciando un deterioro mayor del que su edad mereciera. En el patio, el Cholo insolente se lanzó sobre su ama, sobre el plato y luego sobre la tierra donde las sucias sobras esparcidas eran el manjar del perro cegado por el hambre. La vieja también cayó, ensuciando sus pilchas y rompiendo algún hueso de su cadera. El dolor le impidió incorporarse inmediatamente, congelada en el piso acariciando la zona dolida, comenzó a emitir un gemido sordo que pronto se hizo voz clara y grito de rabia.
- ¡Perro maldito! Ayayaycito, te las voy a dar, ¡Te voy a matar perro de la conchetumaire! Ayayay, pero cómo… pero cómo jue a sel…
Testigo sordo desde el umbral de su choza, el joven miró el hecho y cada detalle de las circunstancias de cómo llegó su comida al piso y a las fauces del Cholo y de otros animales que frente al estímulo del aroma, salieran a engullir lo que alcanzaran.
Dentro del hombre se clavaron nuevos sentimientos desconocidos para su corazón humilde y bienhechor. Una horda de violentos deseos ahogaban su voluntad que le obligaba a mascar la saliva entre sus dientes, hiriendo su lengua. El sabor de la sangre en su boca colmó el hastío y violentándose contra sí mismo se golpeó contra las paredes del chiquero, una y otra vez, cayendo sobre el fango. Arrastrando la cadena, su cuerpo herido le suplicó clemencia. Desfalleció, se agazapó en un rincón. El llanto floreció claro y limpio. Su indignación se transformó en tensión, y luego en alivio. Sollozando voces nuevas, cual niño desvalido, dejó brotar la ira por el río del dolor, asumiendo el cansancio y el futuro que sus anhelos ahora deseaban cambiar. Mientras fuera, la anciana no sin dificultad lograba ponerse de pié.
- Mire mi Lalito… este Cholo maldito, le botó toa su comiita, ayayaicito, y no hay na´pa´ darle mijito… ayayay, estoy tan cansa´a. Mañana le hago ese caldo´e papa que tanto le gusta pueh ¿Ya mijito? Mañana eso si…Mire que ya escureció. Mire la maldá que hizo este perro… Lo vamo amarrarlo pa que aprenda… ¿Ya mijito?
Se dio la vuelta tomando algunos palos secos y entró en la casa para hacer un fuego que le ayudara a secar sus pilchas humedecidas.
- Y esté tranquilito Lalito, mire que si se porta mal, no el hago ni una cuestión tamien…
Ya dentro, la anciana agazapada sobre el rescoldo frío, ordenó las ramas secas en una pequeña pila, con algunos roñosos papeles perfiló la ignición de la fogata, salpicando algunas gotas de cera líquida, golpeó los fósforos hasta lograr la chispa adecuada que iniciara el fuego. Rápidamente se esparció el fuego por la base de las ramas emitiendo un denso humo negro y tóxico que inundó la habitación. Se puso de pie con un rosario de maldiciones, quejumbrosa se sentó en una banca de madera que al recibir su humanidad crujió hasta los clavos que fieles mantenían firme la débil estructura. Las várices feroces y de un color violeta intenso, recibían las caricias untadas con aguardiente. Esto disminuía la picadura de las pantorrillas. Bien había valido el esfuerzo de ir al pueblo por este líquido que cada día se le hacía más escaso y necesario. Puso la tetera sobre la rejilla y la acercó al fuego que ya tomaba consistencia. El calor emitido era recibido con alivio, calmando a la entumida mujer que comenzaba a desvestir sus ropajes con tranquilidad.
El desgraciado joven se guarecía con más ahínco a las deshilachadas prendas que le cubrían, agazapado, veía como los animales entraban satisfechos del robo fortuito de los alimentos malogrados. El fuego de la ira, lejos de aplacarse en su corazón, se guardaba en el seno, más interno de su ser. Los patos que le observaban curiosos y atentos, se movían inquietos por el extraño comportamiento de su vecino. El cerdo, mañoso como toro recién capado, buscaba el lugar adecuado donde echar su cuerpo. Había demasiado ruido para descansar y poder conciliar el sueño. Su mente comenzó a divagar por alegorías que bien podrían ser reales. Sin embargo el odio le corrompía todo buen deseo que su alma pudiera albergar. La anciana madre la había destruido la vida, el futuro, los sueños, por eso le era tan difícil cerrar los ojos y no encontrase con los fantasmas y demonios de la esclavitud, del dolor físico, de la humillación. Todo atisbo de dignidad humana que pudiera yacer en su disminuido ser, había sido arrancado de cuajo por quien le diera la vida, y por quien también se la quitara. El esclavo comenzó a divagar, por ideas oscuras se dejó seducir, y estas ideas le fueron dando la paz que necesitaba, la paz de la libertad. Entonces pensó en dejar todo. ¿Pero cómo?
3.
Las bestias ya dormidas resollaban en sus rincones. Con cautela el entumido joven acercó su cuerpo contra el cerdo que no se inmutó ante la proximidad del necesitado; era común que al alba, al abrir los ojos, su primera imagen fuera la del calmo animal, guareciéndolo del frío.
El viento fue aumentando según avanzaron las horas, la lluvia se manifestó decidida, incentivada por la fuerza del norte. Luego, las horas contadas al son del caer del agua sobre las charcas anegadas, el oscuro manto amainó en el horizonte.
Aquella noche, como nunca, recordó lo que soñara.
Era joven, tanto que aun sus bellos recién le cubrían la cara. Alegre y lleno de ansias por hacer, crecer y plantar tierras. Las energías le alcanzaban para faenar tanto monte que su vista no cubría. Luego, el devenir le entregaba un amor en una tierna mujer; él con miedo lo acogía en su pecho, mas presentía que no todo lo bello era bueno. Y este amor era demasiado hermoso, tanto como nada en su vida hubiese descubierto. Pero incauto, entregó lo mismo que creía debía retribuir y aún más. Entonces el tiempo le develaba que estaba errado, y su amor se desvaneció como la neblina que engullía sus páramos. Triste se quedó observando este amor desde lejos, parado a la orilla de un viejo puente, veía como ella se alejaba cada vez más hasta unirse a otro hombre, un jutre a caballo cubierto de ponchos y alhajas desconocidas para él. Este le engendraba una pequeña criatura. La pena le sobrepasaba, y decepcionado de la vida se lanza a un río lleno de otros seres como él que le increpaban, pues cada una de esas almas reclamaba ser la más triste, la más desamparada, la que más mereciera la pena de otros. Y en compañía de este amargo río de quejumbrosos, llegaban hasta un amplio llano de aguas, que no sabía cómo describirlo, pero le ayudo apuntando, un mar.
Despertó no menos triste que al adormecerse. Abrió los ojos con el cerdo a su lado. Se paró tan calmado como el sol al erguirse tras las nubes censoras. Recordó el sueño y lloró, sólo porque así debía de ser.
Una suave claridad quería nacer, sutil y sin protagonismo tras las nubladas cumbres de la Cordillera de los Andes, la lluvia persistente impedía ver el círculo luminiscente calado a través de la densa y húmeda neblina.
Existen vidas vacuas, otras que sin serlo pasan inadvertidas, algunas incluso intrascendentes no menguan la historia. Mas la de él, era una vida vedada al mundo, a las visiones, hasta el punto de desaparecer ante su propia existencia. Sin duda que no podía ser llamada una vida. Solo era quien cortaba la leña para una anciana decrépita, y ella no le consideraba. Era un hijo, un cerdo, un pato, o las simples manos que tomaban el hacha con más fuerza que las de una mujer acabada.
4.
La anciana preparaba para levantarse. No había sido para ella una buena noche. Las molestas pulgas con la humedad buscaban refugio entre sus sábanas. El rescoldo aún se mantenía fiel bajo el tibio manto de ceniza, el calor era poco, pero suficiente para dar fuego a una madera seca. Para esto debía recurrir a su querido y amado hijo encadenado al encino. Se amarró el chal a su cabeza, pues la llovizna era incipiente. Miró hacia la rancha y no vio movimiento aparente. Los patos ya salieron, seguro, pensó. Y el cerdo dormiría junto a su querido, siempre dormían bastante cuando llovía. Tomó el hacha y se acercó al chiquero, la apoyó en la entrada y volvió en busca de algunos troncos que necesitaban ser divididos en piezas más pequeñas. Tendría que hacer un buen fuego si quería cocinar el caldo de papas que le prometiera a su Lalito. Llegó hasta la bodega, una indigna pieza colmada de palos y maderas de variados tamaños. El Cholo no se veía. Habría que amarrarlo por algunos días para que escarmiente, pensó la vieja mientras con grandes esfuerzos arrastraba el tronco que su hijo a punta de hacha debería cortar.
El hombre agazapado dentro del chiquero ya sostenía el hacha en sus manos. Veía como su madre traía el gran tronco a las cercanías del encino. El joven decidido tomó la cadena y la puso sobre una roca que afloraba entre el barro. Concentró una gran energía y empalmó un hachazo que le hizo chirriar los dientes. Dio un certero golpe a la cadena, la hoja del hacha ahora mellada solo logró sacar algunas chispas y mostrar el hierro gris tras la capa de óxido. Insistió nuevamente con fiereza obteniendo el mismo resultado. Los animales huyeron despavoridos.
La anciana soltó el tronco y se acercó, aunque no lo suficiente hacia el rancho, gritando.
- ¿Qué está haciendo Lalito?
El joven continuó haciendo caso omiso, golpeando con más ahínco los eslabones que le esclavizaban. Tres, cuatro, diez golpes certeros, la vieja enloquecía, volvió tras sus pasos en busca de una vara de quila, con la que solía castigar a su hijo. Los golpes seguían cada vez más fuertes, sonando con el eco del eterno dolor. Hasta que cesaron. Solo las gotas de agua cayendo sobre la hojarasca rompían el silencio. Sus cautos pasos hacia el chiquero parecían truenos en el fondo del valle. Se acercó, lenta, sin decir palabra, vio hacia adentro. Su hijo yacía plantado en el medio del rancho, cabizbajo, con las manos llenas de sangre y su rostro enjugado de lágrimas. Giró la cabeza mirándole los ojos a la anciana.
- ¿Qué hizo… mijito?
Balbuceó la anciana que ahora se veía más deteriorada.
- Na mamaita… e´que me voy…
Tomó el hacha y la apoyó en su hombro. La cadena cortada se embutía en el lodo siempre oscuro. El hombre caminó hacia la salida, su madre asustada saltó hacia atrás con la vara de quila en alto. Rengueando con su pie derecho el joven salió al aire libre. Miró hacia el cielo, la llovizna le limpiaba las llagas. La vieja completamente descompuesta le atizó un par de varillazos.
- Chao mamaita.
Calmo como los bueyes ante el azote, caminó en dirección del sol.